domingo, 26 de diciembre de 2010

La venganza perfecta.

A los siete lo entendí muy bien, y luego lo fui desentendiendo, Pero tenía razón: la perfecta venganza es morirme.

Amenazaba, entre lágrimas y moqueos: ¡Pero vas a ver! ¡Me voy a morir y me vas a extrañar y vas a arrepentirte de todo lo que me hiciste!... a quien fuera el posible deudor en turno; padres obligándome a hacer la tarea, mejores amigos que me cambiaban por otros amigos más mejores o hermanas que no querían jugar a los pistolasos.

Lo curioso es que con el crecer primero, y el envejecer después, lo fui re-aprendiendo. Me sorprendo de lo perfectamente pendejo que fui al no darme cuenta de la tan única, sabia, indispensable naturaleza del muerto. De no haber pasado más tiempo con él, ella, hasta ello si era un gato. De que el mundo jamás volverá a ser igual en el inmemoriam al que nos obliga su partida.

Yo por eso no moriré así. No será cáncer, colesterol, diabetes o un asesino. Tengo planeada una muerte más misteriosa, desaparecido en una montaña, evaporarme en una explosión… que todo fuera el proverbial error, y que ahora regresara. Y después de los festejos por mi reencarnación, tantísimas preguntas que me harían, tantísima más atención con la que escucharían mis respuestas, tantísimo respeto demandaría mi regreso de la tumba; glorioso, revalorado en todo el esplendor de mi ausencia.

Cristo, un treintañero reputadamente nada idiota, lo sabía muy bien, y lo ejerció como el mejor: muerte de rockstar, regreso de ultratumba, desaparición elegante. El resultado: un club de fans con millones de miembros y dos mil años de fidelidad.

Así que voy a planearlo. Primero: el falso cadáver. No debe ser tan complicado, en esta patria de compra-venta de honor y madre, conseguirse una osamenta. Y en esta era de los implantes y las carillas, debe ser bien sencillo obtener la réplica perfecta de mi dentadura. Quizá armare el teatrito de un accidente en altamar, donde el cuerpo nunca fuera recuperado. Quizás incluso agenciarme una pócima a’la Julieta Capuleto que aparentara mi muerte y que luego me permitiera volver de la tumba nomás cuidando, eso sí, de no acabar despertándome en el agujero, a’la Joaquín Pardavé, o peor, en el horno incinerador, a’la Pavo navideño.

Y después del funeral, dar los –ya demostrados- tres días, y luego volver, como si nada, en el más puro estilo no estaba muerto, andaba de parranda. Y entonces sí. Novias desconsideradas se desvivirían por atender mi más leve pestañeo, amigos que ni me pelaban se pelearan por llevarme al cine, mi familia dejaría de joder para escuchar mis inteligentísimas palabras, que decir, hasta la pinche Perra haría caso a mis siéntates y estates.
¿Acaso no es esta la mejor venganza?

No hay comentarios:

Publicar un comentario