miércoles, 1 de septiembre de 2010

ESTUDIANTES

Es curioso, que las cosas que de verdad necesitamos saber en la vida, nunca nos las enseñó nadie. La próxima vez que me toque estar sentado en el velorio de alguien querido, quisiera tanto que me ayudara el saber hacer quebrados, O ecuaciones de segundo grado; Como la última vez que no supe decir cuánto quería a alguien, y lo único que encontré en los archivos de mi cráneo fue el año de la independencia.
Cuando dejas pasar una oportunidad que jamás vas a volver a tener y lo que sí te queda son un montón de papeles que demuestran tus espléndidas calificaciones en literatura, y que sabes quiénes eran Hidalgo y Morelos.
Tantos años en la escuela, Tantos regaños de tus padres, Tantos y tantos libros leídos. Pero nadie que te dijera cómo dar un beso, Aparte, de la pobre diabla que tuvo que aprender contigo, que por supuesto, era una chingona. Para el cálculo.

Y llegas a esta edad, la que sea, y no tienes herramientas. Todas estas cosas importantísimas, vitales, que tienes que hacer y no tienes ni puta idea ni de por dónde agarrarlas. Ni de cómo se llaman. Ni de a qué orden natural pertenecen. Ni cuál es su valencia química. Y lo único que se te ocurre, es esperar ayuda. Que venga papá, mamá, la maestra Carmina, Sor Margarita, Dios, el Diablo. Y te digan qué carajos hacer. Pero sorpresa: papá y mamá tienen tan poca idea como tú. Y tienen mucho más miedo aún. La maestra Carmina se casó, tuvo Carminitos y desapareció para no volver. Sor Margarita se nos murió y está en proceso de beatificación. Y Dios y el Diablo siguen de luna de miel. Así que estás tú solo, con tus quebrados, tu independencia, tu papel que dice que terminaste la preparatoria, y un ataque de pánico del tamaño del Imperio Español en 1527, que ese dato sí te lo sabes, y resulta que es interesantemente inútil.

¿Y ahora? Ah, hay tantas opciones yo he pasado del Tarot, a la meditación, a repetir mantras para dioses que no hablan Español, a leer señales en las canciones que salen en la reproducción aleatoria de mi mp3, a preguntarle a mi perra. Y la única luz, es la del foco del refrigerador cuando me despierto a las tres de la mañana muerto de sed y de miedo.

Y seguimos en la escuela, siempre. Madrazos: 5, amores: 7, culpa: 4, errores 46. Y te vas a extraordinario, y repites, y repruebas... y sigues soñando con un título de licenciado en sobrevivencia a duras penas, con especialidad en yo pensé que esto a mí no me pasaba, que ciertamente no vas a conseguir jamás, pobre estudiante de por vida que más vale que se vaya asumiendo, de una vez por todas.

A final de cuentas, accionas sin respuesta. Besas sin saber besar. Aprendes a punta de mordidas y chocar de dientes. Lloras en un velorio. Dices te quiero, porque no puedes decirlo de otra forma. Lo dices cien veces, mil, cien mil. Y en algún punto sucede, es cierto, y alguien lo entiende. Con algo de suerte. Tomas oportunidades, las pierdes, salen otras, no salen, malabareas, juegas con las cartas que te tocaron de esta baraja tan incompleta. Adivinas las reglas de un juego que desconoces. Apuestas cabrón. Pierdes duro. Juntas para tus fichas, y vuelves a apostar. Tan idiota, tan ignorante, tan perfectamente estúpido, con tus quebrados, tus dieces en literatura, tus títulos, tus libros, tus lágrimas, tus besos, tus muertos que te esperan pacientes de que aprendas a final de cuentas la lección que ellos aprendieron perdiendo la última apuesta. Que tienes que perder también tú.
Tranquilo, porque no te queda de otra. Y eso tampoco te lo enseñaron. En algún punto, a punta de perder, perdiste también el pánico.
Espero. Espero de veras.

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